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En 2019, Nayib Bukele sacudió la escena política de El Salvador, convirtiéndose en el primer presidente democráticamente elegido en décadas en alcanzar la presidencia sin ser miembro de ninguno de los dos principales partidos políticos del país: el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en la izquierda, o la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) en la derecha. Aunque comenzó su carrera política con el FMLN, Bukele rompió públicamente su relación con el partido mientras era alcalde de San Salvador. En 2017 fue expulsado por “violar los principios y estatutos del partido.”

Al no poder registrar su nuevo partido político, Nuevas Ideas, a tiempo para las elecciones de 2019, Bukele decidió postularse para presidente con la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), un partido conservador pequeño. A pesar de esto, obtuvo el 53,4% de los votos, un margen lo suficientemente amplio como para evitar una segunda vuelta. Su popularidad siguió creciendo al asumir el cargo: muchos salvadoreños sintieron que sus audaces acciones para abordar la corrupción y la violencia en el país eran una bocanada de aire fresco.

El Salvador ha celebrado elecciones libres y justas, así como transferencias pacíficas del poder político durante casi tres décadas. No obstante, el país sigue siendo azotado por una corrupción endémica, altos niveles de desigualdad y violencia propiciada por pandillas como la infame MS-13 y Barrio 18. Bukele ha denunciado tanto a ARENA como al FMLN por no haber abordado estos problemas como se debe en los años que han estado en el poder. Gracias a su tremenda capacidad para utilizar las redes sociales y un electorado cansado de los partidos políticos tradicionales, Bukele ha llegado a la cima de la política salvadoreña.

Lamentablemente, su retórica populista irresponsable y una serie de peligrosas acciones que han llegado a erosionar las instituciones del país han empañado el ascenso democrático al poder de Bukele. La primera señal importante que dejó en claro que estaba dispuesto a ignorar las normas democráticas se produjo poco después de ser elegido en 2019. Al no tener control de la Asamblea Legislativa y frustrado con una oposición que se negó a aprobar un préstamo multimillonario para su Plan de “Control Territorial”, Bukele llamó a sus seguidores, la policía y el ejército a rodear la legislatura. Poco después, ingresó al edificio de la asamblea escoltado por las fuerzas armadas, en un claro  intento de intimidar a los legisladores para que aprobaran su proyecto.

Las cosas empeoraron en 2021 cuando Bukele y Nuevas Ideas lograron una contundente victoria en las elecciones legislativas. Tras ganar 56 de los 84 asientos de la Asamblea, su partido se convirtió en el primero en controlar tanto la presidencia como una mayoría legislativa desde la restauración de la democracia en 1992. Tras la juramentación de la nueva Asamblea, su bloque actuó rápidamente con una serie de medidas que socavaron profundamente la independencia del poder judicial.

El 1ro de mayo de 2021, la Asamblea controlada por Bukele destituyó al Fiscal General y a los cinco miembros de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, reemplazandolos en cuestión de horas. En junio, nombraron cinco nuevos magistrados a la Corte Suprema, violando las reglas que limitan el número de personas que pueden ser designadas a este organismo de quince miembros por un mismo gobierno. En agosto se aprobaron dos nuevas leyes que otorgaron al Fiscal General —nombrado en mayo y percibido como un aliado político de Bukele— el poder de destituir a jueces y fiscales que tengan más de 60 años o hayan servido por más de 30 años. En la práctica, esto ha permitido que el gobierno actual despida y transfiera a decenas de personas, desmantelando así ciertas investigaciones sobre corrupción gubernamental y graves violaciones de derechos humanos que tuvieron lugar durante la década de 1980 y la guerra civil.

Estos ataques a la independencia del poder judicial también abrieron el paso para que la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, ahora alineada con Bukele, ponga fin a la prohibición de la reelección presidencial en una decisión del 4 de septiembre. La Corte también ha permitido que el presidente busque su reelección inmediata y, más recientemente, Bukele y su Asamblea están considerando una importante reforma constitucional. Esta reforma autorizaría la existencia un estado de partido único, codificaría la nacionalización de los fondos de pensiones y exigiría que todos los abogados y fiscales públicos estén aprobados y afiliados al gobierno nacional.

Ninguna de estas medidas sonará extraña para los venezolanos, nicaragüenses y otros latinoamericanos cuyas instituciones democráticas han sido destruidas por aspirantes a autoritarios. La destrucción de los frenos y contrapesos al poder ejecutivo, acompañada de la reescritura total de las normas constitucionales, es una táctica universal empleada por caudillos que buscan socavar la democracia y perpetuarse en el poder. La eliminación de las prohibiciones a la reelección ha sido un punto de inflexión en el declive democrático de varios países de la región, desde Alberto Fujimori en Perú en 1996 hasta Hugo Chávez en Venezuela en 2009 y Daniel Ortega en 2010. Bukele está siguiendo casi los mismos pasos y usando tácticas similares,  añadiendo a todo esto un singular y craso culto a la personalidad.

Bukele también tiene una relación polémica con la prensa — y lo que comenzó como una simple bravuconería se ha convertido en un patrón preocupante. Ha acusado, sin pruebas, a reporteros del periódico en línea El Faro y de InSightCrime de Colombia de “lavado de dinero” en múltiples ocasiones, y recientemente surgieron noticias de que su gobierno ha utilizado la infame herramienta de vigilancia Pegasus para espiar a los periodistas de El Faro desde principios de 2020.

El enfoque de mano dura contra el crimen de Bukele, si bien es popular, también se ha visto envuelto en controversias, falta de transparencia y abusos a los derechos civiles. Aunque es cierto que las tasas de homicidios se desplomaron durante los primeros tres años de su gobierno, una investigación independiente de El Faro concluyó que el gobierno de Bukele llegó a un acuerdo en secreto con la MS-13 y Barrio 18, un trato que aparentemente se descarriló a principios de este año luego un incremento explosivo en el número de homicidios. En respuesta a esta crisis, la Asamblea ha otorgado poderes de emergencia al presidente y suspendido muchas libertades civiles básicas. Esto ha llevado a casi 50,000 arrestos en todo el país desde que el estado de emergencia entró en vigor en marzo. En mayo, Reuters reportó que estos números se habían disparado debido a que la policía estaba intentando alcanzar cuotas de arrestos excesivamente altas. Varios grupos de derechos humanos también han denunciado decenas de detenciones arbitrarias y otras graves violaciones al debido proceso.

El ascenso de Bukele al poder fue democrático y legítimo. Ha abordado las preocupaciones de millones de salvadoreños cansados ​​de la corrupción, un crecimiento económico anémico y la violencia de las pandillas. Sin embargo, Bukele ha manipulado la confianza del electorado para socavar el poder judicial y allanar el camino para extender su mandato. La historia, y en particular la historia latinoamericana, está plagada de instancias en las que caudillos como Bukele afirman que solo ellos pueden resolver los problemas del país, solo para terminar ofreciendo más miseria y represión. Un gobierno autoritario, el camino en el que se encuentra El Salvador, no puede crear menos corrupción o violencia; por el contrario, los autoritarios modernos exigen la lealtad de sus subordinados a costa de la honestidad o cualquier otra preocupación política.

La comunidad internacional debe hacerle frente a las acciones antidemocráticas de Bukele, comenzando por la Organización de los Estados Americanos (OEA), la cual debería considerar hacer cumplir la cláusula democrática de la Carta Democrática Interamericana. La OEA y la comunidad internacional en general deben poner presión a Bukele para que ponga fin a su asalto al poder judicial y sus intentos de alterar las reglas electorales. El gobierno salvadoreño debe poner fin a sus ataques a la prensa independiente, al igual que a sus flagrantes violaciones del debido proceso y las libertades civiles.